domingo, 20 de diciembre de 2009

Pesebres

Hace algunos años atrás, un grupo de jóvenes misioneros visitamos un hogar en el que vivían 100 niños y niñas que había sido abandonados y dejados en manos del Estado. Se acercaba la época de las fiestas y los niños del hogar iban a escuchar por primera vez la historia tradicional de Navidad. Les contamos acerca de María y José llegando a Belén, de cómo no encontraron lugar en las posadas por lo que debieron ir a un establo donde finalmente el Niño Jesús nació y fue puesto en un pesebre.

A lo largo de la historia los chicos no podían contener su asombro. Una vez terminada, le dimos a los chicos tres pequeños trozos de cartón para que hicieran un pesebre. A cada uno se le dio un cuadrito de papel cortado de unas servilletas amarillas. Siguiendo las instrucciones cortaron y doblaron el papel cuidadosamente, colocando las tiras como pajas. Unos pequeños cuadritos de franela, cortados de unos viejos trapos fueron usados para hacerle la manta al bebé. De un fieltro marrón cortaron la figura de un bebé. Mientras los niños armaban sus pesebres, yo caminaba entre ellos para ver si necesitaban alguna ayuda. Así llegué donde el pequeño Mateo estaba sentado. Parecía tener unos seis años y había terminado su trabajo. Cuando miré el pesebre quedé sorprendida al no ver un solo niño dentro de él sino dos. Le pregunté, entonces, por qué había dos bebés un ese pesebre. Mateo cruzó los brazos y observando su trabajo comenzó a repetir la historia muy seriamente. Para ser el relato de un niño que había escuchado la historia de Navidad una sola vez estaba muy bien. Cuando Mateo llegó a la parte donde María pone al bebé en el pesebre, empezó a contarme su propio final para la historia y dijo:

– Y cuando María dejó al bebé en el pesebre, Jesús me miró y me preguntó si yo tenía un lugar para estar. Yo le dije que no tenía ni mamá ni papá, ni tampoco un hogar. Entonces Jesús me dijo que yo podía estar allí con Él. Le dije que no porque no tenía ningún regalo para darle. Pero yo quería quedarme con Jesús, entonces pensé qué cosa tenía que pudiera darle a Él como regalo. Se me ocurrió que un buen regalo podía ser darle calor. Por eso le pregunté a Jesús: ¿si te doy calor, ese sería un buen regalo para ti? Y Jesús me dijo: ese sería el mejor regalo que jamás haya recibido. Por eso me metí dentro del pesebre y Jesús me miró y me dijo que podía quedarme allí para siempre.

Cuando el pequeño Mateo terminó su historia, sus ojitos brillaban llenos de lágrimas empapando sus mejillas. Se tapó la cara, agachó la cabeza sobre la mesa y sus hombros comenzaron a sacudirse en un llanto profundo, hasta que finalmente, mirando de nuevo su pesebre, sonrió. El pequeño Mateo había encontrado a alguien que jamás lo abandonaría ¡Alguien que estaría con él para siempre!. Y yo aprendí que no son las cosas que tienes en tu vida lo que cuenta sino a quienes tienes, lo que verdaderamente importa.

Nora Enecoiz